sábado, 14 de febrero de 2009

Camas

Cuando era muy pequeña, me dieron una cama nueva. No puedo recordar de donde vino, probablemente de alguno de mis primos, porque no puedo imaginar a mis padres teniendo dinero para comprarme una cama.

No importa de donde salió. Era mía y la amaba.


Era de tamaño infantil, con su cabecera y piesera pintadas de rojo. Pero la mejor parte era el trenecito, uno como de caricatura grabado en la madera. Me metía en la cama en la noche para mirar mi tren e imaginar que viajaba en el. Viajaba por todos lados, solo yo, segura en ese trenecito. Era muy chica para conocer de ciudades o países, pero pretendía que iba a la playa o a una granja como las de la TV o los libros. Yo amaba esa camita. En esa cama estaba segura, podía alejarme de los gritos de mi papá y los insultos de mi mamá, de toda la fealdad presente en cualquier otro rincón de mi primera casa.


Cuando nos mudamos al nuevo departamento, papá nos compro a mi hermano y a mi una litera, pero el era muy chico y temía dormir solo, así que se metía en la cama de abajo que era la mía. Recuerdo despertar en las noches con su espalda recargada a la mía; se sentía tan bien no estar sola.


Unos años después tuve mi propia habitación y recuerdo haber rezado para no hacer nada tonto para que me castigarán en ella. Después se volvió el lugar donde me escondía debajo de mi cama individual cuando mi mamá se enojaba conmigo. Un día entró a mi cuarto enojada. Eres una decepción me dijo, eres una basca me dijo, mataste a tu padre me dijo, debí haberte ahorcado cuando naciste me dijo. Recuerdo haberme orinado del dolor y del miedo.


Camas de hotel, camastros, catres, sleeping bags, camas de casas de amigas, camas de casas de retiro, muchas, muchas camas.


Una cama que tenía un tocador con un gran espejo frente a ella. Un día tras horas y horas de escuchar a mi madre decir y hacer cosas que me lastimaban, mire al espejo del tocador frente a mi cama. Una imagen poco piadosa de mi recargada contra la pared acorralada contra la esquina de la habitación, llena de dolor y miedo. Cerré los ojos y traté de no mirar, traté de no ver, traté de no sentir, traté de volver a mi trenecito.


Esa cama era individual. Ahí hice tareas, estudie, comí, y me retorcí dormida, pero jamás encontré la posición correcta para descansar.


Dicen que las camas son como las personas que las usan. La mía, la individual, era dura y estrecha. Recuerdo, un día que mi madre entró a mi habitación para burlarse de mí, tener mi cara presionada contra el colchón, mis puños mordidos por mi boca para no gritar y mi mente, mi alma desgarrada de dolor. No lloré mientras duró, pero cuando terminó, cuando cerró la puerta de mi habitación, lloré hasta que se congeló mi corazón.


Nunca pensé que encontraría la forma de dormir toda la noche, no sin asistencia química al menos. Pero una mañana desperté en una cama individual y me di cuenta de que lo había hecho, había dormido pacíficamente la noche entera. No estaba sola, no más, nunca jamás. Resguardada en fuertes brazos, arrullada y acariciada como a una niña pequeña, segura y amada.


Bromeamos muchas veces con tener una cama del tamaño de un campo de fútbol. Una cama para hacer el amor. Una cama con sábanas de algodón suave, cobijas calientes y almohadones que nos respaldaran al desayunar en ella. Una cama dónde envejecer, juntos. Un sueño para mí, una fantasía como los viajes en mi trenecito. Nunca creí, ni por un minuto que dormiría en otra cama que la individual en la casa de mi madre.


“¿March?”


“¿Quep?”


“¿Me vas a ayudar o no?”


“Perdón, amor”


El me avienta la sábana riendo y hacemos la cama. Nuestra cama. No es tan grande como un campo de fútbol. King size nos dijo el vendedor. “Excelente colchón, muy resistente y cómodo. Podría durarles veinte años”. En ese momento su mano agarró la mía, apretándola fuerte. Nos sonreímos el uno al otro y la compramos en ese instante. Miles de pesos en sábanas, almohadas, cojines, almohadones y varios edredones.


Nunca superamos lo apretado de nuestra primera cama individual. Con el espacio que tenemos de sobra, aún dormimos pegados el uno con el otro, nuestras piernas enredadas, los dos abrazados al cuerpo del otro. Aún ahora, hay veces que despierto con él pegado a mi espalda, abrazándome, amándome, manteniéndome a salvo.


“Necesitamos un colchón nuevo”


“¿Por qué? Adoro este colchón”


“Marchy, amor, ya tiene veinte años de uso”


“Mmm, lo sé, ¿no es eso genial?”


....


Finis


1 comentario:

  1. Si mi cama hablara...
    cuantas cosas no contaria
    cuantas lagrimas
    cuantas risas
    cuantos momentos de cansancio
    cuantos momentos de abrazos
    tiempos buenos, tiempos malos,
    tiempos de locura
    y tiempos de ocultar algo...
    pero siempre sabre
    que mi cama nunca dira algo,
    solo yo y mi almohada
    compartimos su regazo.

    ResponderEliminar